Hoy tocaba rehabilitación cardíaca en mi hospital. Tengo la gran suerte de ser paciente de Valme, y allí llevan años con este tipo de servicio. Valme tiene lo que tiene, que le faltan especialidades, pero le sobran las ganas a médicos y enfermeros que se dejan allí la piel, la suya, por sus pacientes. Hombre y mujeres. Y encima lo hacen con una sonrisa, con gestos cercanos, sin idolatrías, sin remilgos, como los de algunos que se las dan de especialistas en Medicina en las redes sociales, y sólo lo son del amor al euro, de la poca educación, del desprecio más absoluto a la vida, o, en fin, especialistas del manejo del twitter, donde hacen carrera política entre sus coleguitas, con chaqueta bajo la bata. "Por fuera la Luna, dentro el ABC", como cantaba Luz.
Tocaba rehabilitación, sí, pero antes dediqué un tiempo a intentar hablar con el Dr. López, ahora Director Médico del Buque Insignia de la Sanidad Andaluza. Son muchos los galenos que no saben de Valme, porque andan entre pasillos consejeriles, más que entre camas de hospital; pero el Dr. López es amable, comprensivo, y, sobre todo, dialogante. Pero nada, no hubo manera de volver siquiera a concertar una nueva entrevista con él, que bien me conoce. Mar, su nueva Guardia Pretoriana, además de tratarme con la punta del pié diciéndome que acudiera donde "mejor me pareciese" (en vez de solucionar lo que hemos de solucionar con una simple llamada) me mandó a paseo con una prepotencia digna de la Privada. Con eso empezó esta mañana el Circo: ahora llamo a Carlos Haya, ahora a la Coordinación de Trasplante,... y como donde no hay, no hay, acabé en el Gabinete de la Consejera.
Este paseo virtual entre teléfonos y ordenador no es la mejor forma de llegar a rehabilitación cardíaca. Y así llegué. Subí la cuesta que da acceso a la puerta principal con la cabeza enfrascada en lo que hay que conseguir, y justo al pasar las cristaleras, una mujer levantó los brazos en un grito, y corrió hacia donde están normalmente los pacientes que esperan ser trasladados a sus hogares en ambulancia. Pensé que alguien de los que allí esperan se habría mareado, o que, tal vez, acabara de recibir una fatal noticia. Otras personas corrían hacia ella y le gritaban algo.
- Tranquila, tranquila.
Los pasos que me separaban del pasillo central se me hicieron eternos. Entre la confusión, los lamentos, los que empezaron a rodearla, y esa tristeza que, a veces, inunda una sala de espera me hicieron mirar hacia la izquierda, y allí lo vi. Era el rostro claro de un anciano, un torso desnudo con el pijama de casa abierto, una silla de ruedas inapreciable, y unos brazos que lo sujetaban. Alrededor, con coro mudo de ojos apesadumbrados.
No es la primera vez que se me encoge el corazón con el rostro del que se va. Ves uno, y los ves todos, porque todos se parecen. No en los rasgos, no en los ojos que no se ven... es el gesto. No nos duele que se haya ido, sino lo solos que quedamos. Solos e inseguros.
Por el pasillo corrían dos enfermeras, y el chico de Seguridad. Caras graves, como la del médico que al verlos se alzó a la carrera.
En la puerta de los ascensores no quedaba nadie. Bajó uno, y le dije a una chiquilla que salía, que fuera por la puerta de detrás.
Me entraron ganas de llorar mientras iba atravesando pasillos hasta donde me esperaban. Arriba todos hablaban con normalidad, sin saber nada del drama de recepción. El Virgen del Rocío se había esfumado como el humo, y hasta mi sangre era gris.
Pero Valme es Valme. Mis enfermeros, geniales. Me preguntaron cosas que me hicieron olvidar. Ellos, mejor que nadie, saben de los dolores y de las alegrías. Uno marcha; sin embargo, en la tercera estaba naciendo un niño.
Que nada cambie la frescura de mi hospital, ni la de quienes lo llevan. Soy muy afortunada.
Beatriz González Villegas.
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