jueves 24 de marzo de 2011
El otro día, hablando de las nuevas pulseras que han impuesto en el Virgen del Rocío, ya comenté la amabilidad de los que trabajan en el Pabellón Vasco, que oficialmente se llama Hospital Duque del Infantado.
Pues ayer, pegado en el tablón de anuncios que tienen los sindicatos, a la derecha del ascensor de la planta baja, me quedé mirando esto que he colgado. No entendí bien qué era aquello, porque cada mañana me paro remirando lo mismo, que si un seminario del año tal, o una convocatoria cual, y todo ordenado dentro de la vitrina. Este papel estaba pegado, sobre el cristal, dejado a su suerte pudiendo ser arrancado, o todas esas cosas que a veces se les ocurren a algunos. Pero no, ahí estaba limpito y compuesto con el siguiente texto:
Al Director y Jefa de Personal del
Duque del Infantado. 3ª Planta.
Para que sepan que el personal que
tienen es muy humano y cariñoso con
todas las personas mayores, por lo
que no ponen pegas.
Yo, Sonia Álvarez Zapata, con DNI
xxxxxxxxxx, y mi madre, Felisa
Zapata García, con DNI xxxxxxxxxx
queremos dar las gracias a todos los
auxiliares, ATS, médicos/as,
administrativos/as y limpiadores/as
por todo su trabajo.
Gracias por ser tan humanos.
Esperaba encontrarme a Cecilia en su despacho, pero era demasiado temprano, y se me olvidó comentárselo a su compañera. Después, dentro, todo fue como cada día, con un "Hola, Bea, ¿ya estás aquí? Pásate para acá", y esperar a Fernanda que hoy acababa su tratamiento. Toda aquella familiaridad se te hace tan normal que hasta se te olvida lo importante. Pero cuando ya vino Paula con los preparos para empezar, se lo dije: "¿A que no has visto el cartelito que había abajo, donde los ascensores?", y le conté. Paula no se había dado cuenta siquiera. Se puso un instante seria, con el sistema en una mano, y luego me miró sonriendo. Alguna vez es bueno que nos digan cosas bonitas, es lo único que dijo.
Al poco llegaron otras pacientes, Fernanda, y Ani, una a la que no conocíamos, pero también asidua. Y ya no paramos de cotillear entre agujas, y bombas como metrónomos que marcan el compás del tiempo que allí pasamos, contándonos de todo un poco, y bromeando para que no pese tanto el tratamiento. La última fue una señora muy mayor, acompañada con un hijo con cara de no saber dónde estaba, y de miedo. Ella, muy dispuesta, le preguntó a Carmen que qué edad le echaban. Ochenta y muchos, ya ni me acuerdo.
Trabajar aquí, con pacientes como nosotras, que en lugar de venas no sabemos ni qué tenemos, y con cuerpos rotos por la edad o por enfermedades largas y duras (como decía el chiste verde) no es sencillo, y sin embargo parece un juego de niños para ellas. El día que llegué llorando y tiritando de frío les faltó tiempo para acogerme y quitarle importancia al dolor y arroparme con la manta eléctrica, que sirve hasta para mostrar venas donde no quedan. Son un equipo que saca lo mejor que tienen por vocación, porque dudo mucho que nadie pueda pagar lo que nos dan, salvo que nos toque la primitiva y tengamos para un piscolabis con palacete para cada una: Mónica, Concha, Carmen, Inma, Paula...
Sí, Gracias por ser tan humanos.