jueves, 22 de marzo de 2012

Mi debut como diabética y el mal de amores.


 
Qué difícil es ser médico. Siempre. Pero más aún cuando la labor ésa por la que se le supone mago entre los magos se ha de hacer donde no hay material suficiente para diagnosticar. 

Gracias a Dios no soy médico. Y mejor aún, no me ha tocado estar en el pellejo de aquel que le tocó dar mi primer falso diagnóstico.

Aquel médico recibió un aviso de una urgencia. Entonces los médicos tenían que ir en sus propios coches a los domicilios. Si eras médico te daban una calle, y la operadora te decía muy por encima los síntomas que le habían contado. Y ahí iba el médico, solo ante el peligro, preparado para todo. 

En septiembre, en Sevilla, suele hacer calor. Cuando llegó al edificio donde se suponía que estaba la enferma comprobó con satisfacción que había ascensor. Estaba ya bastante cansado de subir y bajar escaleras aquel día el pobre doctor, tanto como para agradecer que el ascensor funcionara, y mientras subía pudo abanicarse un poco con el recetario en la mano, y en la otra, el enorme maletín negro, de cuero.

Tocó el timbre. En la puerta apareció una señora joven con cara de preocupación. Le puso al día con frases que el médico interpretó pronto como parte de su diagnóstico. La paciente, apenas una niña, una adolescente. Llevaba rara unas semanas. ¿Y qué adolescente no lleva rara unas semanas, si son bombas de hormonas? Imagino la cara del facultativo oyendo a mi madre, con sus movimientos de manos y su expresión de preocupación: "Otra niñata enamorada"-pensaría-. "Y para esto me hacen venir, me cago en ...".

Al entrar en el dormitorio se encontró con una niña acostada, asomando los brazos por encima del embozo de la sábana, de pelo castaño, que con aquella poca luz parecía casi negro. Realmente no sonreía. Aquello era una mueca de amago de sonrisa, pero nada más. Estaba muy pálida, tanto como las posaderas de un alemán antes de venir a Benidorm. Le puso el termómetro. Le tomó la tensión. Le palpó los ganglios y ni fiebre, ni alteraciones de la tensión, ni nada que pudiera suponer enfermedad alguna. Salió del cuarto y nunca más supe de él. Nada más irse me acurruqué entre las sábanas y con el mareo que tenía intenté pensar en las cosas bonitas que me hacían sentir bien, en las montañas de las que había vuelto no hacía mucho, las de "mi" pueblo, las del río Curueño. Pero aquello tampoco era un consuelo. Las náuseas no se iban. Les oí hablar en el pasillo. Las voces iban desapareciendo camino de la puerta. Sonó el clok que marcaba la normalidad, "ya no hay extraños en casa", y mis padres aparecieron en mi habitación, otra vez, a contarme lo que le había dicho aquel médico tan cansado.

Antes de llegar el ascensor que le devolvería a la calle ya había llamado a central para que le dijeran dónde ir, dónde seguir viendo niñatas, o viejecitas de esas de "me-duele-aquí". De nuevo, abanicándose con el recetario, recordaba la cara de aquella niña paliducha y se enfadó aún más. ¡Hacerle perder el tiempo por una niña que lo único necesita es hablar con su madre, es que no hay dinero que pague esto! "Madres... paren a las hijas y ni se les ocurre hablar con ellas. No, antes nos llaman a nosotros para que les saquemos a las crías eso de que están enamoradas, que las tienen que dar libertad y toda la monserga. Hacer esta carrera para acabar así... No hay derecho. ¡Qué calor hace hoy!".

Sí. Mal de amores. Ese fue el diagnóstico que me hizo. Y es que con los instrumentos de adivino que se llevaban a cuestas en aquellos entonces poco más se podía deducir. Además, el cansancio hace tomar atajos con tal de terminar lo antes posible con algo que clamaba al cielo que ni era urgente ni nada.

Lo digo una y otra vez. Tengo una suerte infinita. Dos días antes, el jueves, mi padre me llevó a la consulta de un conocido suyo, el Dr. Morillo, un médico oriundo de San José del Valle, la pedanía donde me parieron. Cuando mi padre le contó que estaba perdiendo peso y que bebía mucha cantidad de agua, a todas horas, él, que conoció a mi abuela Basilia, que había fallecido tras sufrir una hipoglucemia severa en La Barca de la Florida, nos miró con cara de preocupación, ésa que ponen los amigos que te aprecian y que no te desean mal alguno, y dijo "esto parece diabetes". Ahora hacía falta una prueba que lo ratificara.

El viernes, con una petición de análisis, me hicieron en el laboratorio del Dr. Rider, un jovencísimo analista que acababa de abrir su consulta en Conde de Bustillo, las pruebas que nos sacarían de dudas.

Mi hermana estaba sentada en mi cama y se reía. Bromeaba con lo del "mal de amores". Quería sonsacarme de quién estaba enamorada, sabiendo como sabía, de la A a la Z, que no tenía madera de Julieta y que esas cosas no me rompían la cabeza y menos el corazón. Sonó el teléfono. Mi padre entró poco después con cara de mosqueo, porque en dos horas de "cachondeito" había tenido tiempo de sobra para imaginar que lo de los amores no era lo que le pasaba a su hija. 

Inmensa suerte, sí señor. El doctor Ríder nos había llamado. Y eso que era sábado. Acababa de obtener mi glucemia y, preocupado, telefoneó a mis padres para decirles que me llevaran lo antes posible a mi clínica. Tenía cerca de cuatro gramos de azúcar en sangre. Se acabaron las bromas y ahí empezó mi nueva vida. Me había convertido en diabética. Ojalá el médico cansado hubiera tenido razón. La diabetes es incurable, pero en cuestión de amores un clavo saca otro clavo, y no te gastas un duro en medicinas.

La suerte me llevó hasta el Dr. Ríder. Desde entonces fue mi analista. La lista de los que me han salvado la vida es larguísima. Y en esa lista la mayoría son médicos. Mal de amores, mal de amores... Que mala es "la caló".


Beatriz González Villegas.